Y ni eso es verdad del todo, como veremos en tres ejemplos al final.
No somos libres.
No elegimos dónde nacer, ni cuando, ni cómo ser ni física ni mentalmente.
No podemos libremente conseguir saciar, ni siquiera conocer, todas
nuestras necesidades y deseos.
Por mucha voluntad, sabiduría,
paciencia, virtudes y estrategias que tengamos, nadie nos puede garantizar que
podamos conseguir lo que podemos soñar.
Posiblemente es cierto que para
conseguir alcanzar metas es bueno soñar con ellas antes, aunque también está el placer y la
sorpresa de conseguir cosas que ni habíamos soñado, y nos agradan.
También parece cierto que para
conseguir algo hay que creer que lo podemos alcanzar. Si no jugáramos nuestra
partida de parchís como si pudiéramos ganar, no sé si tendríamos si quiera ganas de jugar. Creer que se puede
lograr, y poner toda la carne en el asador, suele ayudar a alcanzar
un propósito.
En relación a los residuos de libertad: nos queda cierta capacidad de elección. Podemos decidir si vamos al norte, al sur, al este o al oeste. Pero no siempre podemos elegir dónde queremos viajar. Podría desear ir a Japón, a Canadá, a Sudáfrica, a Australia. Pero el deseo no es suficiente. Muchos condicionantes influyen en que, finalmente, pueda cumplir ese deseo.
Nuestra capacidad de elección no es
entre posibilidades infinitas sino siempre limitadas, lo que acota necesariamente nuestra libertad.
A veces incluso es peor: estamos obligados, condenados a
elegir, cuando no querríamos, o nos resulta incómodo y difícil hacerlo. No todo
en la libertad es alegre y dichoso. La mayoría de las veces elegimos una y
perdemos millones de otras posibilidades.
Pero si la libertad es muy
limitada, hay una libertad que parece mayor que cualquier otra. La mayor de
nuestras libertades. El mayor ejercicio libertario.
El suicidio.
Podemos decir que hasta aquí. Que
ya no sigo. Que se acabó. Y eso sí está en nuestra mano. En cualquier momento y
en cualquier lugar.
La mayor libertad, la única que se
parece a una libertad absoluta, sin limitaciones, es el suicidio.
Y ahora viene el final, que también
desmiente un poco esto.
No, no es verdad que el ejercicio
del suicidio sea libre. No siempre podemos ejercerlo en libertad, y voy a poner
tres ejemplos que lo ilustran.
Uno es el caso de los que no tienen
capacidades físicas de moverse y provocar una acción que pueda suponer su
muerte. Podrían desear morir pero no pueden hacerlo. Tendrían que apoyarse en
otros para ayudarse a suicidarse, dependen de otros, dependen de la voluntad de
otros. No son libres.
El segundo caso es una vieja
historia. Cuenta la leyenda, y al parecer también la historia, que Mitrídates
VI, rey del Ponto, en su lucha contra la Roma todavía republicana, aprendió que
se debía inmunizar contra una de las armas preferidas por sus contrincantes, el
veneno, y lo hacía tomando diariamente pequeñas cantidades de todos los venenos
conocidos y usados en su época.
Así llegó a alcanzar cierta protección.
Pero también era usual entre los poderosos guerreros llevar consigo una cápsula
de un veneno propio y potente, que en caso de ser capturado, le proporcionara
una muerte digna y pacífica.
Cuándo así finalmente ocurrió, Mitrídates, capturado y a punto de ser torturado, echó mano de su seguro mortal, para darse cuenta que… ¡horror!, no funcionaba. Se había vuelto inmune también
a su veneno. Finalmente tuvo que recurrir a la ayuda de uno de sus escoltas
para poder suicidarse.
No es tan fácil morir tampoco,
aunque quieras.
Y finalmente, y quizá lo más
horrible, uno puede decidir suicidarse, pero no puede evitar las consecuencias
que tendrá su muerte en los seres que le rodean: los hijos, la pareja, los
padres, los amigos.
Quizá eres libre para morir, pero no
eres libre para evitar las consecuencias de tu muerte en otros.
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